Melvilletown, o el cine de un samurai
Nota escrita por Sergio Zadunaisky, publicada en “Leer Cine”, Nº7, mayo 2006
He descubierto que el camino del samurái apunta hacia la muerte. En medio de una crisis, cuando existen tantas posibilidades de vivir como de morir, debemos elegir la muerte. No hay en esto ninguna dificultad, solo debemos armarnos de valor y simplemente actuar. (,,,) Quien prefiere vivir habiendo fracasado en su empresa, merece el desprecio, y debe ser considerado, a la vez, un cobarde y un fracasado. Quien decide morir luego de haber cosechado la derrota, se arriesga a que su muerte sea considerada un acto de fanatismo, que podría parecer inútil. Pero, sin embargo, no se expone a la deshonra. Ése es el camino del samurái. Yosho Yamamoto, “Hagakure”
Jean Pierre Melville (1917-1973), es uno de los directores más influyentes de los últimos años y, aunque para el gran público su nombre sea casi desconocido, su cine a marcado a directores como el chino John Woo (por estos días planea hacer una remake de El Círculo Rojo), Quentin Tarantino, Michael Mann, Johnny To, Jim Jarmusch, Martin Scorsese y Walter Hill, por citar solo algunos. En poco más de 25 años de carrera y con trece largometrajes en su haber, Melville fue un pionero que también influenció a los realizadores de la Nouvelle Vague francesa allá por la década del 50 (Jean-Luc Godard lo homenajea convocándolo para realizar un papel pequeño pero significativo en Sin Aliento (1959).
Amantes del cine negro americano de los ´30 y ´40, de los westerns de John Ford y de directores como William Wyler y John Huston. Melville realiza varios policiales en su tierra natal con un lenguaje personal y un código propio que también se traslada a sus historias y a los personajes que la habitan.
«No hay soledad más profunda que la del samurái salvo la de un tigre en la selva… tal vez».
Frase atribuida al Bushido, o libro de los samuráis, pero que realmente fue inventada por Melville.
Los filmes de Melville poseen en su estructura espacio-temporal una cualidad propia de cineastas como Robert Bresson, Alan Resnais, Yasujiro Ozu y Jacques Tati. Su puesta en escena es rigurosa, sobria y nítida. Filma con serenidad y sosiego los actos más anodinos privilegiados por su sentido de la observación.
Las emociones subyacen detrás de los personajes y raramente afloran a la superficie. Los diálogos escasean, el hablar está asociado a la mentira o a la delación); el sonido ambiente prevalece muchas veces con una presencia generadora de tensiones que, también como sabe hacer Takeshi Kitano en muchas de sus películas, explota de manera brutal y fugaz. Hay un destino marcado en los rostros de los personajes de Melville, un signo que usualmente se asocia a la fatalidad y la muerte. Sin embargo, estos personajes no buscan escapar a este camino marcado de antemano, sino que con dignidad se dejan llevar por él. Jean-Pierre Grumbach (luego Melville) nació el en París el 20 de octubre de 1917 en una familia judía. En su adolescencia, recibe un regalo de su padre, una cámara de 16 mm. Su formación estuvo marcada por algunos filmes mudos de Robert J. Flaherty, un pionero del documental, y por W. S. Van Dyke, cineasta americano que filmó no sólo documentales, sino que incursionó en varios géneros cinematográficos.
Yo me narro a mí mismo a través de mis películas. Hacer un film es ser todos los personajes a la vez.
Jean-Pierre Melville
En 1946 crea su propia compañía, hecho que lo ubica al margen de las grandes producciones francesas de la época. Luego de realizar un cortometraje en 1945, estrena en 1947 El Silencio del Mar, una de las óperas primas más más conmovedoras e inolvidables de todos los tiempos. La historia es una pieza de cámara ambientada durante la Segunda Guerra Mundial, protagonizada por actores no profesionales. Filmada durante 21 días en el lapso de un año en escenarios reales, es ésta una obra maestra escondida que se conecta con otra con otra gran película de la historia del cine, La gran ilusión (1937), del también francés Jean Renoir.
Pero es a partir de 1955 cuando Melville entra de lleno en el terreno del polar (policial francés) con filmes como Bob le Flambeur (1956), El Soplón (1962), El Samurai (1967), El círculo Rojo (1970) y la que sería su última película, Un Policía (1972). El concepto de tiempo en su cine parece cobrar otra dimensión, otra consistencia. La mirada psicológica es dejada de lado con una rigurosidad bressoniana. Los movimientos se ritualizan, todo es ceremonioso y reconcentrado. Prevalece el minima, y los pequeños acontecimientos alcanzan un rasgo mitológico. En El Círculo Rojo, la historia policial se convierte en una excusa, un pretexto para centrarse en la historia de unos personajes que, a pesar de estar en diferentes bandos, en veredas opuestas, se hermanan en sus acciones. La ambigüedad en las películas del cineasta galo crece a medida que avanza su filmografía. Los “buenos” y los “malos” no se definen por etiquetas sociales. Cada uno tiene sus propios códigos y reglas, y actúa de acuerdo con ellas. En El Samurai, Jeff Costello (Alain Delon), es un asesino a sueldo del hampa parisina. Engañado por sus socios, tiene que defenderse en dos frentes, contra la policía y contra sus cómplices. Se organiza entonces una implacable caza, todos contra un solo hombre. El héroe de este combate nocturno triunfará. En la muerte, claro está. Una muerte deseada, organizada, como una apoteosis.
El universo melvilliano mantiene, en la mayoría de los casos, a la mujer como una pieza accesoria de un mundo dominado por los hombres. A veces, utilizadas y abandonadas, los personajes masculinos imponen sus reglas en un mundo signado por la tragedia y el honor. “Hay que elegir, morir o mentir”, dirá Sullien (Jean-Paul Belmondo) en El Soplón, a modo de slogan que marca a muchos de los personajes de Melville, quienes, conscientes de que mentir implica traicionar sus principios éticos, deciden renunciar a la vida. La modernidad del cine de Melville no solo reside en el carácter individualista de sus personajes urbanos, o en la rigurosidad del tratamiento espacio-temporal de sus historias, sino en la manera de encarar sus proyectos. “Me cuido de nunca ser o parecer realista. Todo lo que hago es falso. Siempre”, afirmó alguna vez. Y como en Hitchcock o Fellini, el mundo de Melville parece tener una entidad propia, una vida que le pertenece solo al director y a sus criaturas.
«Una escena de amor, con un hombre y una mujer en la cama, es difícil de filmar, y todas las que he visto están mal filmadas. Por eso nunca las ruedo. Me encanta el underplay, que el actor no exprese nada con su rostro. Que quede sólo el comportamiento, para que la gestión interior del personaje se explicite con algo de misterio.» Jean Pierre Melville
El samurái debe entrenarse durante toda su vida. Esta nueva cita de Yamamoto, de su libro Hagakure, permite decirnos que el camino emprendido por Jean-Pierre Melville parece haberse regido por esta frase. Sus películas mantienen constantes y rasgos personales con pequeñas variaciones. Al revisar todos sus policiales uno tiene la (agradable) impresión de estar asististiendoa un solo gran filme. Esto ocurre con muy pocos realizadores y realizadoras. En Melville, la derrota concebida de antemano, la tragedia admitida como todo fin, hacen de su cine y su figura una de figura una de las más grandes de todos los tiempos.