“El cuerpo está destinado a ser visto, no a estar todo cubierto”. Marilyn Monroe
Mabel (Sandra Sandrini) y Jorge (Alejo Mango), rondan los sesenta años y se están separando. La casa en la que viven se ha puesto en venta y ambos están comenzando a repartirse y a dividir sus pertenencias Su historia en común apenas se esboza, hablan más su humanidad y los objetos que todavía los unen (o los separan) que sus palabras o flashbacks explicativos. La imparable caída y descomposición de la pareja queda expuesta desde el principio, cuando los vemos a los dos en la cama, desnudos, en una escena que sintetiza el estadio de la relación. Se buscan, se atraen, se repelen, y hasta quizás se deseen todavía, aunque el acto sexual se frustra.
Mónica Lairana propone en su ópera prima una puesta en escena de planos fijos, cruda, despojada, sin música incidental, con tiempos que transcurren casi respetados en su duración real, una casa que evidencia en sus detalles los afectos y la juventud perdidos, una luz que se va yendo. Con ciertos reencuadres, vemos a los personajes atrapados por su historia, buscando con dolor tomar cada uno su rumbo. Chispazos de ternura y amor que aparecen cada tanto, empujados por la costumbre, se desvanecen sin remedio.
Asistimos a un derrumbe en cámara lenta, inexorable, sin música incidental, con las voces de sus protagonistas, sus respiraciones, sus gemidos o gritos de furia y bronca. Dos seres en un espacio que ya no les pertenece.